México debe tomar en serio a Trump
- Aquiles Córdova
Tras la victoria de Donald Trump en la carrera por la presidencia de EE.UU. (una victoria que, como dijo el presidente de Rusia, Vladimir Putin, solo fue una sorpresa para los partidarios ciegos de Hillary Clinton), no veo, leo ni escucho ningún análisis o pronunciamiento serio sobre lo que puede esperar México de este hecho ni sobre lo que deberíamos comenzar a hacer de inmediato en previsión de que el peligro se materializara. Ciertamente que tienen razón quienes opinan que no debemos caer en el pánico y en la histeria; que debemos evitar el error de sobredimensionar los riesgos y sembrar la alarma en todo el país cuando tales riesgos son solo eso, por muy alta que sea la probabilidad que les otorguemos. Pero tampoco me parece racional desechar las amenazas y quedarnos de brazos cruzados, confiando solo en nuestra buena suerte; y menos aceptable encuentro el que en los medios de comunicación, sobre todo en los de mayor influencia y poder de penetración en la opinión pública, se continúe con la campaña de ataques, “denuncias” y descalificativos en contra de Trump, como si los derrotados hubiéramos sido los mexicanos y no los demócratas apoyadores de Hillary Clinton, y como si creyéramos realmente que el ideario político de la señora es el antípoda del republicano triunfante.
El sentido común más elemental dice que no es así. La virulencia que alcanzó la disputa electoral es, por sí sola, una prueba segura de que no se trató de una simple lucha de personalidades deseosas de alcanzar el poder; de que por primera vez en la historia reciente de Norteamérica había (hay), en el fondo, una verdadera lucha de intereses divergentes y muy poderosos que cobraron forma de puntos de vista inconciliables sobre la política interna y externa que deben aplicar los EE.UU. en cada una de esas delicadas áreas. Pero también resulta evidente que esa divergencia de enfoques no podía, ni puede, ir más allá de preferir distintos caminos, distintas políticas, distintos procedimientos diplomáticos, económicos y militares para conseguir el mismo objetivo estratégico: la defensa irrestricta y el éxito seguro del imperialismo norteamericano en la tarea que ha sido desde siempre su propósito inconmovible e inocultable: el dominio irrestricto e indisputado del planeta entero. En este sentido, ambos candidatos representan lo mismo.
Es muy probable que Trump esté convencido de que las guerras que EE. UU. ha desatado en el norte de África y en el Medio Oriente le estén costando mucho dinero a cambio de muy magros beneficios económicos y geopolíticos; que la OTAN también le consuma muchos recursos mientras que sus aliados europeos hacen aportaciones simbólicas para su sostenimiento; que el Estado Islámico como mano de gato para sacarle las castañas del fuego en las guerras antedichas tampoco ha resultado muy provechoso y que, en cambio, le está acarreando un desprestigio cada día mayor, un peligro creciente para la seguridad interna de sus aliados europeos y de la propia Norteamérica, y mucho dinero en armas, entrenamiento y propaganda para esconder la verdad al mundo sobre su verdadero origen y naturaleza; de todo lo cual, a su juicio, es responsable, y en una muy grande medida, Hillary Clinton. Y es probable también, por eso, que esté decidido a dar un golpe de timón de cierta relevancia en Medio Oriente, en el manejo de los terroristas y en el financiamiento de la OTAN, golpe de timón que, en mi modesta opinión, puede incluir una cierta negociación con Rusia buscando, de paso, meter una cuña entre este país y la República Popular China, su principal enemigo en el plano económico. Pero nada de esto está pensado para traer la paz, el desarrollo compartido con todas las naciones del mundo y el respeto al Derecho Internacional y a los órganos encargados de aplicarlo. El verdadero objetivo es, como ya queda dicho, el mismo que perseguiría en su caso la señora Clinton: el dominio mundial indisputado.
Se dice que una fuerte corriente de opinión duda de que Trump quiera cumplir sus amenazas de campaña, en especial las medidas económicas proteccionistas que son las que más nos pegarían a nosotros. Por ejemplo, la expulsión de 2.5 millones de indocumentados; la conclusión del muro en la frontera común; la imposición de un arancel de casi el 50% a “nuestras” exportaciones; la “revisión”, a fortiori y a su conveniencia, del TLC, o su denuncia simple y llana. Que no lo hará porque eso contradice frontalmente la doctrina del libre comercio que ha sido bandera y emblema del imperialismo en todo el mundo y fuente de enormes beneficios para él. Quienes así piensan, ignoran que el gran auge del capitalismo, precisamente en Inglaterra, a fines del siglo XIX, se debió al radical proteccionismo que aplicó en contra de la competencia “desleal” de otras naciones, tanto en su industria como en su agricultura, y que el enorme crecimiento de tal economía protegida alcanzó pronto el punto de saturación de su mercado interno, tanto respecto a su capacidad de consumo como respecto a la inversión de nuevos capitales. Se hizo indispensable entonces la conquista de mercados externos que absorbieran el exceso de mercancías y de dinero pero, al mismo tiempo, que no compitieran con la metrópoli de ninguno modo. Esta urgente necesidad fue la que dio origen al imperialismo, es decir, a la política expansiva de “colonización” y de conquista de territorios ajenos, que aceptaran un comercio unilateral y abusivo y la libre inversión de capitales, haciendo a un lado el negocio con naciones igualmente desarrolladas.
La evolución del mundo hizo cada vez más difícil el dominio y el control de territorios ajenos y el comercio abusivo. Para seguir manteniendo altas tasas de ganancia, el capital imperial creó y puso en práctica una “teoría” que se presentó como la summa de la equidad y la racionalidad económicas: la teoría del “libre comercio”. Pero la equidad y la justicia de esta teoría están solo en las palabras; en los hechos, las naciones poderosas nunca renuncian a su “derecho” de llevarse la parte del león del comercio mundial y, para ello, tras varios ensayos más o menos fallidos, hallaron la solución perfecta: los tratados de libre comercio, como el TLC con México. Estos tratados, justos y equitativos en teoría, están construidos sobre una fictio juris: la simetría económica de los socios. Como tal simetría no existe, los tratados benefician casi exclusivamente al socio más poderoso: él sí vende a los débiles todo lo que le sobra y exporta sus capitales ociosos sin pagar ningún derecho ni cubrir ningún requisito; pero los socios pobres no pueden ejercer tales derechos simplemente porque no tienen con qué hacerlo. Los tratados son, así, una versión “civilizada” del viejo imperialismo de conquista; su divisa es: yo te vendo y tú me compras y, además, como mis capitales sobrantes contribuyen a tu desarrollo, los debes aceptar sin trabas. Para poder sostener siempre su ventajosa situación, los señores imperialistas han necesitado y necesitan poner a su servicio todo el prestigio, todo el dinero y todo el poderío militar de su país. Las guerras que promueven y los costos de todo el movimiento mundial de hombres y mercancías los cubre el Estado con los recursos del fisco, una parte muy grande de los cuales salía de los aranceles y se perdió, en consecuencia, con el “libre comercio”. Por eso los historiadores serios no dudan en asegurar que, en el fondo, el imperialismo es siempre un decidido partidario del proteccionismo, que les proporciona grandes riquezas salidas de los derechos arancelarios para los gastos de su política de dominio mundial. He aquí por qué buena parte de la clase norteamericana del dinero apoyó entusiastamente el prometido proteccionismo de Trump, y por qué se equivocan quienes, en nombre del libre comercio chapucero del imperio, dudan de que Trump cumpla sus amenazas.
Es cierto que los tratados provocan la emigración de capitales hacia los países pobres en busca de mano de obra barata, y que esta “deslocalización” (“offshoring” en inglés) causa desempleo y bajo crecimiento en la metrópoli. Esto es precisamente lo que promete remediar Trump con su “neoproteccionismo”, que muchos mexicanos niegan pensando que sería “un tiro en el pie”. Pero Trump sabe, mejor que nuestros opinadores, que EE. UU. ha sido proteccionista siempre, aunque sea disimuladamente; y si hoy se animan a decirlo abiertamente, es porque están seguros de poder seguir exprimiéndonos por fuerza o voluntariamente. Urge, pues, tomar en serio las amenazas de Trump y comenzar a preparar la defensa. Si no ocurren, tanto mejor. Pero no es útil salir a marear al pueblo con palabras demagógicas, como aquello de que “somos una nación libre, soberana e independiente” y no una “colonia de nadie”. Eso suena muy bonito pero es absolutamente falso y, por tanto, dañino, suicida: nos anestesia ante el peligro en vez de despertarnos para hacerle frente. Sobre esto último, daré una modesta opinión en fecha muy próxima.