Democracia y dignidad

  • Aquiles Córdova

Uno de los aspectos más ciertos y sombríos de la antidemocracia reside en lo que se ha dado en llamar la “instrumentalización” del hombre. Consiste dicha instrumentalización, grosso modo, en que el líder, el hombre de poder, “usa”, utiliza a los ciudadanos de su área de influencia, como simples instrumentos, como cosas útiles, para sus fines inmediatos y mediatos, sin importarle para nada la opinión que de sus acciones puedan tener esos hombres, esos seres humanos.

El cacique, el representante del partido del gobierno, se apodera de los hombres, los hace suyos, los declara de su propiedad privada y de su uso exclusivo, como lo haría con un par de zapatos o con una bicicleta, sin que en tal acción cuente para nada la voluntad de las víctimas. El poder absoluto, arbitrario, antidemocrático, pues, tiene como una de sus características esenciales, de acuerdo con esto, el menosprecio total del individuo, la negación total del derecho y la capacidad de la persona humana para tomar decisiones y actuar por sí misma. El poder arbitrario da por descartado que lo que es bueno para él es bueno para todos y, por tanto, que se le debe acatamiento ciego. Esto es, que el poder absoluto niega por principio el derecho a la disidencia y a la oposición.

De aquí se deduce, por tanto, que la democracia, si es verdadera, si es genuina, tiene que comenzar su lucha, su autoconstrucción, por la tarea de despertar en los oprimidos la conciencia de su dignidad, de su valer personal; la conciencia de que toda obediencia ciega, todo sentimiento a la instrumentalización, venga de donde venga, de izquierdas o derechas, es una ofensa gravísima a su capacidad de pensar y obrar por sí misma y una prueba segura de que quien obra de esa manera es un farsante, es un enemigo de la verdadera y auténtica democracia, aunque afirme y jure lo contrario.

Los verdaderos luchadores por la democracia tienen que esforzarse por despertar en la gente el pensamiento vivo, creador y rebelde, por hacer consciente a la gente de su valor, de sus capacidades, de su decoro y dignidad de seres humanos. Sólo de esta manera se logrará construir un movimiento hecho con gente consciente, realmente participativa y realmente defensora de sus propios intereses e ideales.

El caudillismo, del que tanto se reniega pero que tanto se practica en las agrupaciones autodenominadas revolucionarias, no es, en su esencia, otra cosa que una instrumentalización sui generis de la gente: el caudillo sustituye (y por tanto nulifica) a la masa con su propio valor, inteligencia e iniciativa. La masa, entonces, queda reducida a ser el glorificador pasivo, el admirador incondicional de las hazañas del caudillo.

De donde se deduce que sin dignidad no hay democracia, aunque sobre nuestras cabezas caiga, como en el caso del caudillismo, una catarata de elogios y bellas promesas de las que, para su consecución, de todos modos, quedamos excluidos.